lunes, 2 de marzo de 2009

8. Salmo 1


Reconozco falta de motivación y hasta cobardía para seguir con esta biografía luego del último post -que como se puede leer abajo data de septiembre de 2008-. Perdí el hilo por diversas razones y también, reconozco, haberme imbuido de lleno en otros proyectos escriturales. La mayoría de los que escriben se empeñan por definir literatura y lo hacen de la manera más original posible, avalándose. La literatura es un buen aval y una mejor vida paralela, dicen. La biografía, en cambio, es un sumario de lo que se hizo, de lo real, de los efectos; por lo mismo, a ratos puede resultar desagradable escribir sobre errores o redondear errores, aunque no todo es error -claro está-. La cobardía va de la mano de lo anterior, al preguntarse ¿Por qué seguir con esto? ¿Para qué ir más allá? ¿Qué podrán decir los aludidos si llegarán a leer esto? ¿A quiénes puedo herir o joder? -en esto último hay cobardía- Por esto decidí por un tiempo cerrar este blog, sin embargo después lo abrí y luego volví a cerrarlo. Como entenderá, este blog me restrega lo indeciso que puedo resultar a ser, como también me regresa a las paredes verdes de mi habitación de niño, hoy bajo tres capas de pintura y un decomural amarillento. Quizás cierre el blog nuevamente. Mejor. No sé realmente que haré con esto, aunque supongo que mi hija será la única interesada en conocerlo, como mi pareja o algunos cercanos. Asumo que en 20 años mi hija lo leerá. Esta biografía denominada Cueca Canuta es como -ya pudo enterarse, si alguna vez la leyó- sobre mis contradicciones con el mundo evangélico.
También este blog puede leerse como novela, aunque no lo pretendo. Léalo como quiera, o desee, aunque para mi es un blog biográfico, de corte personal, que deberá ser descifrado en 20 años por mi hija
-¡Hola hija! Tengo 34 años y todavía estoy bien. Eso basta.

Lo primero que hice cuando arribé al internado del Iquique English College (IEC) –colegio metodista ubicado en Iquique, frente al mar- fue abrir la Biblia en el Salmo 23 y orar. Aquello me dio seguridad. Mi madre partió esa misma noche a Antofagasta. Quedamos separados por alrededor de 400 kilómetros. Me contó después que ella se fue desconsolada en el bus ¿Cuál fue la razón de ir a estudiar al IEC? El rector de ese entonces, un tipo que conocía a mi abuelo y famila por el vínculo con la iglesia metodista, me entregó una beca completa. Pintaba para bien la cosa. Mi tío que fue pastor también estudió allá, y luego viajó a Estados Unidos donde se canutizó el doble -fue ahí donde lo reclutó la CIA, decía mi viejo-. Mi madre sólo debía enviarme dinero para mis gastos. A la semana me enteré que el rector no gozaba de buena reputación tanto con los propios internos y con los apoderados por los cambios radicales que había ejecutado en el colegio, incluso quería proponer baños mixtos. Vargas venía de Suecia, y se hacía llamar reverendo. Su objetivo, al parecer, era inyectar una cierta liberalidad en las costumbres del colegio, que se caracterizaba por su rigidez sajona. Lo peor que se hablaba de Vargas era de su supuesta homosexualidad llevada a cabo con el grupo de alumnos, elegidos, que vivía en su casa. Hoy se hablaría de pedofilia. Antes a mi madre le habían recomendado que por ningún motivo alojara en la casa del rector. Mi madre no entendió el mensaje, sin embargo decidió por ubicarme en el internado junto al resto de los alumnos, la mayoría provenientes de Calama, Chuquicamata o Pica. Con un compañero de habitación éramos los únicos antofagastinos del lote. La vida se comenzó a dar como en todo internado de adolescentes, con amistad, pero también con peleas y golpizas de los más grandes contra los más pequeños. Sobre esto último, viví las dos caras de la moneda.
Junto a un grupo de amigos, elegidos, la mayoría de tez blanca fuimos invitados a cenar por el rector. A mí me dijo que parecía chico español y a otro de apellido Ibacache, irlandés. Después vinieron los regalos. El viejo maricón te quiere puro dar, fue la opinión de unos compañeros del internado que gozaba cuando Vargas nos invitaba. Nunca alojé en su casa y esto fue causa de las bromas pues si iba, el resto me crucificaría y no podría aguantarme el mote de maricón. Parecía buena gente, pero era demasiado el riesgo.
En esos años, al parecer, era del gusto de homosexuales. Un profesor de inglés que luego murió de Sida, también quiso ser mi apoderado. Un compañero de curso, Félix, también me mandaba cartas. No obstante comencé a relacionarme con chicas.
A los dos meses en el internado ya no leía la Biblia y sólo por asuntos de plata recordaba a mi mamá. Del colegio me echaron por intoxicar a una mina con flunitrazepam, pero aquello lo guardará para el Salmo 3.