lunes, 18 de agosto de 2008

4. Los Números


Esa mañana el espejo reflejó a un muñequito peinado a la cachetada y algo mofletudo. Mi primer devocional en la iglesia metodista o mi primera incursión en un púlpito -dirigiendo, claro- fue a los 8 años. Niño precoz. Mi abuela me comparó con Shirley Temple. En su interior el templo era luminoso -la luz natural se filtraba por las grandes ventanas laterales y unas claraboyas en el techo-, y mantenía un gran cruz en el medio del altar donde convergían las miradas. Cuando era más pequeño recuerdo haber preguntado si la cruz había sido la misma donde fue clavado Jesús. No, me dijeron, la cruz verdadera está en Israel. Hasta ese momento pensaba que nosotros éramos Israel, el pueblo elegido, el pueblo de Dios. Israel era lo mismo que Chile, o algo parecido. Ahí se me dio vuelta el mundo. Me costó encontrar Israel en el mapamundi de la Enciclopedia Barsa. Debía ser muy poderoso ese insignificante país para que nosotros repitiéramos como papagallos borrachos su historia, sus orígenes. Me quedó claro que nuestros mapuches nunca pelearon contra los filisteos.
El devocional es la antesala del culto, una suerte de introducción, donde se cantan himnos, se lee algún pasaje de la Biblia y se ora. En total: no más de media hora.
Entregarme el devocional fue idea del pastor Ramiro. El tipo -alto y gordo como Obelix en lo físico; y ambicioso y orgulloso en lo sicológico- quiso entregar responsabilidad a los niños. Supongo que como adorno. Su trabajo consistía en atraer más gente a la iglesia, y con más gente, más dinero. Morbosidad debe provocar ver a un niño dirigiendo a 80 o a 100 personas. Insisto que uno a esa edad hace lo que la familia dice y ahí estaba yo: frente un grupo de ancianos, jóvenes y niños. De los niños es el reino de los cielos, afirmaba Obelix con cara de santo. Según mi familia Obelix era instrumento de Dios. Tú serás una suerte de animador, me propuso mi abuelo, del resto me preocupo yo. Imaginé a Vodanovic en Viña. Sólo tenía que leer las oraciones preparadas por mi abuelo, invitar a cantar unos himnos –algunos me sonaban bastante oreja como “Santa Biblia”, así que démosle al himno “Santa Biblia”, me gusta- y leer un pasaje de la Biblia. Mi abuela quería que leyera un Salmo, pero yo opté por Filemón. El libro de Filemón, ubicado en el Nuevo Testamento, era una hoja, así que podía leerlo completo.
En ese tiempo podía definirme como un perfecto niño evangélico, que todos los domingos, con la Biblia bajo el brazo, asistía a la iglesia. Todo terminó a los 10 cuando falleció mi abuelo y me hice fans de la mitología de Star Wars. Me resultaba más cercano Obi-Wan Kenobi que Noe.
Entonces el domingo desayunaba con mis abuelos a las 9 horas. Después mi abuelo despertaba a mi tío (Toribio) en ese tiempo con alrededor de 28 años o menos, universitario. Mi tío a veces iba con la caña a la iglesia. Mi mamá tampoco se levantaba temprano, siempre a las 10 horas. A las 10 horas partía el devocional. Mis abuelos eran puntuales. En ese panorama: yo me iba con mis abuelos en el Chevette blanco a las 9.40 horas, mientras mi tío con mi mamá llegaban a las 11 horas o más tarde.
Cuando me tocó el devocional mi mamá se levantó temprano, y me vistió con una camisa blanca, con camiseta debajo, y unos pantalones de cotele café y unos zapatos café. Era invierno. Por esa misma fecha también me vistió de esa manera y fue para el almuerzo en mi casa con los obispos de la Iglesia Metodista, los mandamases. Después supe que el hijo mayor del obispo falleció de Sida.
Mi abuelo, en tanto, se codeaba con los obispos pues era en ese tiempo, a principios de 1980, uno de los laicos –como le llaman a quien ejercen cargos importantes en las iglesias evangélicas- más importante del norte. Mi abuelo era jefe administrativo para Antofagasta de la empresa de electricidad. Un hombre influyente y con buena billetera para la familia y la iglesia, en tiempos de recesión. Una vez Obelix le rechazó una ayuda en plata. El gordo prefería morirse de hambre con su numerosa familia. Así era Obelix.
El devocional partió a las 10 horas, según mi Casio. Me sudaban las manos. Fijé la vista en el papel y comencé a leer la oración. Cuando levanté la cabeza me encontré con toda la gente encima. En sus rostros había expresiones de sorpresa, ternura y hasta extrañeza. Mejor los hago cantar. Cantaron. Después a leer a Filemón. Un versículo yo, y otro ellos. Me creía un líder como mi abuelo. Luego más música y la oración para terminar. Al final me sentí con el cielo asegurado, aunque los niños -según Obelix- por su calidad de niños desde ya tenían el cielo asegurado. Si lo decía Obelix, entonces había que creer.

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